Pero aquí estoy. No he podido evitar estremecerme al echar un vistazo rápido a la fachada, y observar en la planta superior las hojas entreabiertas de una ventana, tras la cual he creído distinguir unas viejas cortinas mecidas por el viento, como si una habitación permaneciera despierta dentro de esta casa dormida. ¿Es esto posible, si en verdad hace muchos años que nadie pisa este lugar?
La tarde está tocando a su fin. La brisa es fría, aunque tenue, y la luz se escapa deprisa. No tengo tiempo que perder. Cuando he conseguido abrir la desvencijada puerta de la casa, aún la luz que penetra es suficiente para distinguir algunas huellas del tiempo en su interior. Aunque llevo la linterna en el bolsillo, acabo de ver sobre la mesa del vestíbulo una palmatoria de latón, una vela y unas cerillas: pienso que podría ser la última fuente de luz que se extinguió en este hogar antes de que lo abandonaran. Como impulsado por el argumento de una novela, he dejado en el bolsillo la linterna y en su lugar he devuelto a la vida la luz de esta vela, antes de que la oscuridad me atrape en un entorno desconocido.
El salón está vacío, pero han llamado mi atención unas escaleras de madera desvencijada y me he visto subiendo a la planta superior sin apenas haber explorado lo inmediato. Cada escalón que piso cruje vencido por mi peso. Son casi gemidos, como si los escalones tuvieran huesos. El pasillo al final de la escalera está muy oscuro, pero al fondo la luz del atardecer se filtra a través de una puerta entreabierta. Creo que es la habitación despierta de la casa dormida, y confieso que me atrae más de lo que soy capaz de explicar.
Este suelo es también de madera, y a medida avanzo, con su crujido parece querer advertir de mi presencia a todos los fantasmas que moran la casa. Pero si hay fantasmas, probablemente son amables, porque no siento miedo. Sólo una intensa emoción.