El huevo de

Rolando

Pero es, ante todo, un alma sensible. Probablemente, desde muy pequeño advirtió que los muchachos que jugaban a la guerra en campo abierto con las espadas de madera le resultaban más atractivos que las niñas que ocultaban sus rostros del sol por proteger su palidez, mientras hacían ejercicios de bordado.

Sus preferencias en materia de amor no son, sin embargo, lo más interesante de este personaje. Lo verdaderamente fascinante es que, en una época en que las tendencias de Pero se considerarían una veleidad intolerable, su personalidad triunfa abiertamente por encima de cualquier prejuicio. En efecto, Pero no vive ocultando sus sentimientos, atormentado por no poder manifestar su sexualidad, como cabría esperar en la oscura época que le tocó vivir. Muy al contrario, su personalidad es brillante, se siente un espíritu libre y como tal su corazón tiene las puertas abiertas al encuentro de un alma gemela, todo ello a pesar de la voluntad de Burgadea, su madre, de casarlo con una dama adecuada a su posición.

Hay más: Pero forma parte de esa clase de individuos inasequibles al desaliento cuando se trata de alcanzar la dicha. Su valentía y su capacidad resolutiva en el camino del amor y la felicidad, pone en evidencia el buen (o regular) hacer de nuestro trépido Rolando. Muy pronto, a medida van transcurriendo los hechos, entendemos que el final feliz de esta historia no puede consistir en el estándar “chico encuentra chica, se casan y comen perdices”. Nuestro inefable Pero también merece la felicidad, y a fe que luchará para conseguirla, aunque el resultado de sus gestiones no encaje en ningún arquetipo de cuento de hadas.

Este personaje es un auténtico hallazgo de la autora. Su espontaneidad y frescura dentro de la obra son en gran parte responsables de que, por fin, podamos volver a vivir lo mejor de la comedia clásica en verso, tan popular en otros tiempos, magistralmente adaptada a parámetros del siglo XXI.